Tengo la extraña sensación de que cada mañana al
despertar hago un pacto con el diablo. Las gafas me miran desde sus órbitas
transparentes como los ojos de un gato.
Las observo sobre la mesa de noche. Siempre amanecen
allí después de dejar mi nariz huérfana
a última hora del día. Si las miro, me miran. Reflejan mis años y los suyos.
Los míos en espejos inconclusos, entre luces y sombras; los de ellas, en el
desgaste de las patillas que han perdido el rubor y se han quedado sólo en el armazón
desnudo.
A veces las dejo olvidadas. Apenas me levanto camino
por la casa silente sintiendo sus órbitas vacías cargadas de recuerdos.
Entonces, como si de una maldición se tratase, viene la punzada en los ojos, y
luego, mi regreso a su calidez de nana vieja a punto de morir.
-Uno de
estos días –les advierto a viva voz –voy a la óptica y me compro lentillas.
-Ve –responden ya en mi nariz –, que cuando se te sequen las lágrimas vendrás a
nosotras pidiéndonos que te acariciemos las orejas, y que te permitamos
disimular tus nervios encajándonos una y otra vez entre ojo y ojo.
Tienen razón. Sin gafas no veo y con ellas, me niego
a ver.